Catálogo digitalBiblioteca Teófilo R. Potes

Evolución de la Novela en Colombia Antonio Curcio Altamar

By: Curcio Altamar, AntonioMaterial type: TextTextPublisher: Bogota; Instituto Caro Y Cuervo, 1975Description: 255 paginas. 21 cmSubject(s): Novela colombiana -- Historia y crítica
Contents:
Noticia Bio-bibliografica. --introducción. --época colonial. --siglo XIX. --advertencia. --bibliografia.
Summary: El reciente proceso que en un programa de las Televisora Nacional se le hizo a María de Isaacs, y la final "condena" del libro por parte de los jurados, causaron una moderada sensación entre el público. Fuera distinta la obra, tal sensación hubiera sido inexistente del todo; pero tratándose de María persiste una suerte de fábula sentimental en la nación, a la cual, por lo demás, el jurado -benévolo- no quiso extender su reprobación. En literatura es tan frecuente el tránsito de un personaje de raíz popular o folclórica a la categoría de criatura con una dimensión artística de carácter literario, como el inverso, o sea, la transformación de una creación imaginaria individual en sujeto de la fábula colectiva. Esto último aconteció con María, personaje que se echó a vivir con vida propia en la imaginación del país y cuyo ciclo vital, si bien está en su curva descendente, no se ha agotado todavía. De ahí que, frente al fallo del mencionado concurso, haya abundado más la indignación que la crítica; el público sentía, confusamente, que era su propia creación la que estaba siendo vulnerada, y no la hechura concreta del individuo concreto que se llamó Jorge Isaacs. Pero, había un motivo adicional para reforzar el coro de las protestas: el vago sentimiento de que el fallo disminuía, en alguna forma, ese capital irrisorio de la cultura nacional que se llama nuestra novela. En forma habitualmente borrosa, imprecisa, acrítica, la gente sabe, sin embargo, que María forma, con otros dos o tres nombres -entorno de los cuales el acuerdo es menos unánime-, el costado positivo de un género cuya expresión entre nosotros fluctúa entre lo menesteroso y lo ridículo. Por los días en que el debate sobre el libro de Jorge Isaacs estaba en su apogeo, apareció una obra de Antonio Curcio Altamar titulada Evolución de la novela en Colombia. Desde un punto de vista radicalmente opuesto, prometía también una dilucidación sobre este tema de la literatura novelesca en el país. Y si el Esprit de sérieux de nuestra inteligencia pudiera acusar de frívola a la polémica televisada, tal reproche, ciertamente, no podía hacérsele a este ensayo, cuya seriedad venía garantizada ya por el solo hecho de estar publicada en una de las colecciones del Instituto Caro y Cuervo. Antonio Curcio Altamar era un investigador en quien, por acuerdo merecido y común, se fincaban las mejores esperanzas para una renovación de la historia crítica de la literatura nacional. Joven -había nacido en El Banco en 1920- realizó el sólito cursillo de suplementos literarios y de revistas heterogéneas, antes de emprender estudios más concienzudos en España -donde obtuvo una licenciatura en filología en la Universidad Central de Madrid- y de regresar a Colombia para consagrarse a la investigación en el Instituto Caro y Cuervo. Este libro era su primera obra ambiciosa y de cierta extensión y, antes de concluirlo totalmente, sobrevino (el 20 de octubre de 1953) el doloroso episodio en el cual perdió la vida. Es obra póstuma, pues, esta Evolución de la novela en Colombia y, entre las muchas desencantadas reflexiones que suscita está, en primer término, la de sospechar que la generosidad de su autor, al consagrar su esfuerzo a este tema nada fascinante, haya resultado, finalmente, baldía. Porque es evidente la visible labor de recopilación, de minuciosa investigación a que el autor se dedicó para lograr que en su libro no faltara ningún dato que pudiera esclarecer el panorama oscuro del género. Empezando por el final, la bibliografía con que la obra concluye, es provisionalmente exhaustiva y, como el libro todo, podrá llegar a ser eventualmente un valioso instrumento de trabajo para otros investigadores. Pero, además, a lo largo del libro Curcio Altamar recoge cuanto dato pudiera imaginarse sobre el más incompetente balbuceo que en la materia haya emitido alguno de nuestros compatriotas; allí figura Juan José Nieto, "el primer novelista colombiano en el orden cronológico", quien inauguró la desdichada serie con Ingermina o la hija de Calamar, 1533 a 1537, con una breve noticia de los usos, costumbres y religión del pueblo de Calamar, novela que el cartagenero Nieto publicó en 1844 en Kingston, Jamaica; después, sin omisión alguna, viene una colección de nombres, desconocidos los más, ilustres algunos, como el de don José María Samper, autor de El poeta soldado, relato que narra las desdichas de "Uno de aquellos infelices muchachos pervertidos por el liberalismo utilitarista y las malas doctrinas bebidas en la Universidad Nacional" (transcripción de Curcio Altamar), y el de su esposa doña Soledad Acosta de Samper, autora, entre otras muchas, de las novelas Hidalgos de Zamora y El corazón de la mujer. El afán de Curcio Altamar por hacer el más cumplido acopio de noticias lo lleva a informarnos de las novelas de tema colombiano escritas por autores extranjeros, entre las cuales, al lado de la Fermina Márquez de Valéry Larbaud, figura Don Pedro, der indio, novela escrita y publicada en Alemania por su autora, la condesa Gertrud Podewils-Dürnitz. (Y, a propósito de der indio, Curcio Altamar anota justamente el hecho curioso de su menosprecio en el campo de nuestra novelística hasta bien entrado este siglo y, con él, la réplica mimética al indigenismo de otras naciones de Hispanoamérica). El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón, concluye este valeroso catálogo, que el autor remonta hasta los intentos narrativos pre-novelísticos de los historiadores y cronistas de la Conquista y de la Colonia. Pedirle a la erudición que se justifique por sus frutos, es una actitud bastante filistea; el trabajo de documentación, de acervo de informaciones, se justifica por sí mismo, aun cuando sea no más como punto de partida para inquisiciones ulteriores. Ciertamente, ni la más esforzada paciencia puede descubrir una obra genial donde ésta no existe, y tampoco era tal el propósito de Antonio Curcio Altamar al efectu-ar su trabajo. Hecho con un criterio científico y honrado, lo que éste perseguía era acumular todos los datos, de mayor o menor importancia; que permitieran hacer un juicio honrado, directo de primera mano, sobre el efectivo saldo que hubiera quedado de los intentos de novela en Colombia. No es suya la culpa si en el curso de sus pesquisas no se halló con la obra maestra olvidada, con una de esas exhumaciones que proporcionan el prestigio y el deleite de una fácil revaluación. Pero tampoco era su intención la de levantar un inventario exhaustivo, una lista de todas las curiosidades merecidamente olvidadas que pertenecen más a la historia de la imprenta que a la literatura; como lo dice en el prólogo del libro, su ánimo era el de "realizar una obra de investigación y de crítica". Y si en este primer aspecto -el de la investigación- el libro cumple, según todos los indicios, su misión a cabalidad, el punto se vuelve un tanto más dudoso si lo examinamos por el segundo aspecto, el de su valor crítico. "La genuina erudición (sholarchip) es uno de los mayores éxitos que nuestra raza puede alcanzar. Nadie más triunfador que el hombre que escoge un tema valioso y domina todos sus factores y los factores principales de los temas emparentados con él. Puede hacer lo que le dé la gana. Puede, si su tema es la novela, hablar cronológicamente sobre ésta, ya que ha leído todas las novelas importantes de los últimos cuatro siglos -y muchas de las menos importantes-, y tiene también un conocimiento adecuado de todos los sucesos colaterales que afectan a la ficción en inglés (...) El erudito, como el filósofo, puede contemplar al río del tiempo. Contemplarlo, no como a un todo, sino ver también los hechos y las personalidades que en él flotan, y calcular las relaciones entre ellos, y si sus conclusiones fueran tan válidas para nosotros como lo son para él mismo, hace ya tiempo que el erudito hubiera civilizado a la raza humana", dice el novelista inglés Edward Morgan Forster en un breve libro que se llama Aspectos de la novela. Y agrega más adelante: "Los libros están hechos para ser leídos (mala suerte, ya que esto lleva mucho tiempo); es la única manera de descubrir lo que contienen. Algunas tribus salvajes se los comen, pero la lectura es el único método de asimilación que Occidente ha descubierto. El lector debe sentarse solo a luchar con el autor, y esto es lo que no hace el pseudoerudito. Este prefiere relacionar el libro con la historia de la época en que fue escrito, con los acontecimientos de la vida del autor con los sucesos que describe y, por encima de todo, con alguna tendencia". En estas líneas, Forster quería satirizar toda esa larga tradición crítica de origen decimonónico que enjuicia a la obra literaria en virtud de los factores más o menos importantes -el medio, la sociedad, los sucesos históricos, los factores económicos, la lucha de clases- pero que, en definitiva, y a pesar de toda la influencia que quiera reconocérseles, son extrínsecos a la obra propiamente dicha. En este sentido -y sólo en éste- puede tacharse de pseudo erudita a la obra de Antonio Curcio Altamar; su mismo minucioso afán investigativo lo lleva a sobrestimar el valor de las clasificaciones, de los apartados, de las corrientes, de las tendencias, en una palabra. Se producen, así, fenómenos tan asombrosos como el del parentesco literario de la mencionada señora doña Soledad Acosta de Samper con Germán Arciniegas, en virtud de que a los dos los sitúa Curcio Altamar bajo el sumario apartado de "la historia novelada". Con el mismo ímpetu clasificador, define a Tomás Carrasquilla por sus relaciones con la "novela realista" o a Isaacs con la "novela poemática"; con lo cual, en resumidas cuentas, venimos a salir al mismo llano. Pero este defecto puede ser achacable a un explicable propósito metódico o didáctico; lo que resulta definitivamente desconcertante es la falta de unidad en los supuestos críticos, que parecen variar de capítulo a capítulo. En definitiva, no se sabe cuál era la idea del autor sobre la jerarquía artística de la novela. Cuando, al ocuparse de la "novela en el Nuevo Reino" habla Curcio Altamar de que la novela sólo es posible "en tiempos de refinación decadente y sedentaria", parece estar haciendo suyos conceptos de Miguel Antonio Caro que, unos capítulos más adelante, parece combatir "el neoclasicismo del traductor de Virgilio debió imperdirle el reconocimiento de la dignidad de la novela como género literario". Y, posteriormente, y capítulo a capítulo, en cada uno emplea una distinta vara de medir, y califica a la novela histórica o a la novela realista de acuerdo con unos vagos arquetipos correspondientes a cada una de estas clasificaciones. A base de estos sucesivos criterios provisionales, parece que el autor hubiera practicado esa especie de historicismo vulgar que lo resuelve todo al decir que tal o tal libro "estaba muy bien para le época". Así, y por distintos caminos, Curcio Altamar se encuentra, en el caso de la María, en postura semejante a la de los protagonistas del proceso de la Televisora; María fue condenada porque el acusador, Pedro Gómez Valderrama, se apoyó astuta e inteligentemente, en las apestosas proyecciones de un bajo mito sentimental engendrado por el libro. Curcio Altamar la absuelve en nombre de un mito literario de categoría no muy superior, el de la "novela sentimental". En uno y otro caso, el libro real queda un poco entre la bruma, y María oscila entre la caricatura seráfica y la caricatura sangrienta. Y si la obra de Isaacs se puede mencionar en virtud de esta ocasional circunstancia de actualidad, otro tanto puede decirse de autores menos en candelero, como Rivera, a quien Curcio Altamar elogia -saliéndose un tanto de la retención en el panegírico que caracteriza a la obra- por sus borrosos méritos como precursor de esa otra entelequia que es la novela americanista y terrígena. O como Carrasquilla, para no citar sino a los mayores de nuestras letras, quien aparece apenas como un realista tardío, y a quien, definitivamente, jamás lograremos valorar si insistimos en compararlo con Pereda, olvidados de que su talento -como el de todo escritor importante- reside, no en las afinidades genéricas, sino en las diferencias particulares. De la lectura de La evolución de la novela en Colombia se desprende una conclusión desconcertante. A pesar de no disponer sino de un puñado de obras novelísticas con cierta dignidad, éstas no han sido lo suficientemente investigadas desde un punto de vista efectivamente crítico. Ese tercer estadio en la vida del libro -el de quien lo lee y lo revive con talante crítico- al que se refiere Dámaso Alonso, falta en el panorama de nuestra literatura, y particularmente, en la novela. Paradójicamente, al concluir esta revisión integral que hace Curcio Altamar, más mal parada que nuestra propia novela queda nuestra crítica, incapaz hasta ahora de echar un poco de claridad sobre esas poquísimas obras que la merecen y la requieren. La obra de Antonio Curcio Altamar es acreedora, quizás, a una reseña más entusiasta; pero la destemplanza de estas líneas es, seguramente, un buen homenaje a quien practicó -con gesto insólito en nuestra literatura- mucho más el rigor que la complacencia.
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Libros Libros BIBLIOTECA TEÓFILO ROBERTO POTES

Esta sede contiene el catálogo bibliográfico correspondiente a Música.

Biblioteca Teófilo Roberto Potes Porvenir
Co863.09 C975e (Browse shelf) Available 03599

Contiene indice.
Incluye biografía.

Noticia Bio-bibliografica. --introducción. --época colonial. --siglo XIX. --advertencia. --bibliografia.

El reciente proceso que en un programa de las Televisora Nacional se le hizo a María de Isaacs, y la final "condena" del libro por parte de los jurados, causaron una moderada sensación entre el público. Fuera distinta la obra, tal sensación hubiera sido inexistente del todo; pero tratándose de María persiste una suerte de fábula sentimental en la nación, a la cual, por lo demás, el jurado -benévolo- no quiso extender su reprobación. En literatura es tan frecuente el tránsito de un personaje de raíz popular o folclórica a la categoría de criatura con una dimensión artística de carácter literario, como el inverso, o sea, la transformación de una creación imaginaria individual en sujeto de la fábula colectiva. Esto último aconteció con María, personaje que se echó a vivir con vida propia en la imaginación del país y cuyo ciclo vital, si bien está en su curva descendente, no se ha agotado todavía. De ahí que, frente al fallo del mencionado concurso, haya abundado más la indignación que la crítica; el público sentía, confusamente, que era su propia creación la que estaba siendo vulnerada, y no la hechura concreta del individuo concreto que se llamó Jorge Isaacs. Pero, había un motivo adicional para reforzar el coro de las protestas: el vago sentimiento de que el fallo disminuía, en alguna forma, ese capital irrisorio de la cultura nacional que se llama nuestra novela. En forma habitualmente borrosa, imprecisa, acrítica, la gente sabe, sin embargo, que María forma, con otros dos o tres nombres -entorno de los cuales el acuerdo es menos unánime-, el costado positivo de un género cuya expresión entre nosotros fluctúa entre lo menesteroso y lo ridículo.

Por los días en que el debate sobre el libro de Jorge Isaacs estaba en su apogeo, apareció una obra de Antonio Curcio Altamar titulada Evolución de la novela en Colombia. Desde un punto de vista radicalmente opuesto, prometía también una dilucidación sobre este tema de la literatura novelesca en el país. Y si el Esprit de sérieux de nuestra inteligencia pudiera acusar de frívola a la polémica televisada, tal reproche, ciertamente, no podía hacérsele a este ensayo, cuya seriedad venía garantizada ya por el solo hecho de estar publicada en una de las colecciones del Instituto Caro y Cuervo.

Antonio Curcio Altamar era un investigador en quien, por acuerdo merecido y común, se fincaban las mejores esperanzas para una renovación de la historia crítica de la literatura nacional. Joven -había nacido en El Banco en 1920- realizó el sólito cursillo de suplementos literarios y de revistas heterogéneas, antes de emprender estudios más concienzudos en España -donde obtuvo una licenciatura en filología en la Universidad Central de Madrid- y de regresar a Colombia para consagrarse a la investigación en el Instituto Caro y Cuervo. Este libro era su primera obra ambiciosa y de cierta extensión y, antes de concluirlo totalmente, sobrevino (el 20 de octubre de 1953) el doloroso episodio en el cual perdió la vida. Es obra póstuma, pues, esta Evolución de la novela en Colombia y, entre las muchas desencantadas reflexiones que suscita está, en primer término, la de sospechar que la generosidad de su autor, al consagrar su esfuerzo a este tema nada fascinante, haya resultado, finalmente, baldía.

Porque es evidente la visible labor de recopilación, de minuciosa investigación a que el autor se dedicó para lograr que en su libro no faltara ningún dato que pudiera esclarecer el panorama oscuro del género. Empezando por el final, la bibliografía con que la obra concluye, es provisionalmente exhaustiva y, como el libro todo, podrá llegar a ser eventualmente un valioso instrumento de trabajo para otros investigadores. Pero, además, a lo largo del libro Curcio Altamar recoge cuanto dato pudiera imaginarse sobre el más incompetente balbuceo que en la materia haya emitido alguno de nuestros compatriotas; allí figura Juan José Nieto, "el primer novelista colombiano en el orden cronológico", quien inauguró la desdichada serie con Ingermina o la hija de Calamar, 1533 a 1537, con una breve noticia de los usos, costumbres y religión del pueblo de Calamar, novela que el cartagenero Nieto publicó en 1844 en Kingston, Jamaica; después, sin omisión alguna, viene una colección de nombres, desconocidos los más, ilustres algunos, como el de don José María Samper, autor de El poeta soldado, relato que narra las desdichas de "Uno de aquellos infelices muchachos pervertidos por el liberalismo utilitarista y las malas doctrinas bebidas en la Universidad Nacional" (transcripción de Curcio Altamar), y el de su esposa doña Soledad Acosta de Samper, autora, entre otras muchas, de las novelas Hidalgos de Zamora y El corazón de la mujer. El afán de Curcio Altamar por hacer el más cumplido acopio de noticias lo lleva a informarnos de las novelas de tema colombiano escritas por autores extranjeros, entre las cuales, al lado de la Fermina Márquez de Valéry Larbaud, figura Don Pedro, der indio, novela escrita y publicada en Alemania por su autora, la condesa Gertrud Podewils-Dürnitz. (Y, a propósito de der indio, Curcio Altamar anota justamente el hecho curioso de su menosprecio en el campo de nuestra novelística hasta bien entrado este siglo y, con él, la réplica mimética al indigenismo de otras naciones de Hispanoamérica).

El Cristo de espaldas, de Eduardo Caballero Calderón, concluye este valeroso catálogo, que el autor remonta hasta los intentos narrativos pre-novelísticos de los historiadores y cronistas de la Conquista y de la Colonia. Pedirle a la erudición que se justifique por sus frutos, es una actitud bastante filistea; el trabajo de documentación, de acervo de informaciones, se justifica por sí mismo, aun cuando sea no más como punto de partida para inquisiciones ulteriores. Ciertamente, ni la más esforzada paciencia puede descubrir una obra genial donde ésta no existe, y tampoco era tal el propósito de Antonio Curcio Altamar al efectu-ar su trabajo. Hecho con un criterio científico y honrado, lo que éste perseguía era acumular todos los datos, de mayor o menor importancia; que permitieran hacer un juicio honrado, directo de primera mano, sobre el efectivo saldo que hubiera quedado de los intentos de novela en Colombia. No es suya la culpa si en el curso de sus pesquisas no se halló con la obra maestra olvidada, con una de esas exhumaciones que proporcionan el prestigio y el deleite de una fácil revaluación. Pero tampoco era su intención la de levantar un inventario exhaustivo, una lista de todas las curiosidades merecidamente olvidadas que pertenecen más a la historia de la imprenta que a la literatura; como lo dice en el prólogo del libro, su ánimo era el de "realizar una obra de investigación y de crítica". Y si en este primer aspecto -el de la investigación- el libro cumple, según todos los indicios, su misión a cabalidad, el punto se vuelve un tanto más dudoso si lo examinamos por el segundo aspecto, el de su valor crítico.

"La genuina erudición (sholarchip) es uno de los mayores éxitos que nuestra raza puede alcanzar. Nadie más triunfador que el hombre que escoge un tema valioso y domina todos sus factores y los factores principales de los temas emparentados con él. Puede hacer lo que le dé la gana. Puede, si su tema es la novela, hablar cronológicamente sobre ésta, ya que ha leído todas las novelas importantes de los últimos cuatro siglos -y muchas de las menos importantes-, y tiene también un conocimiento adecuado de todos los sucesos colaterales que afectan a la ficción en inglés (...) El erudito, como el filósofo, puede contemplar al río del tiempo. Contemplarlo, no como a un todo, sino ver también los hechos y las personalidades que en él flotan, y calcular las relaciones entre ellos, y si sus conclusiones fueran tan válidas para nosotros como lo son para él mismo, hace ya tiempo que el erudito hubiera civilizado a la raza humana", dice el novelista inglés Edward Morgan Forster en un breve libro que se llama Aspectos de la novela. Y agrega más adelante: "Los libros están hechos para ser leídos (mala suerte, ya que esto lleva mucho tiempo); es la única manera de descubrir lo que contienen. Algunas tribus salvajes se los comen, pero la lectura es el único método de asimilación que Occidente ha descubierto. El lector debe sentarse solo a luchar con el autor, y esto es lo que no hace el pseudoerudito. Este prefiere relacionar el libro con la historia de la época en que fue escrito, con los acontecimientos de la vida del autor con los sucesos que describe y, por encima de todo, con alguna tendencia". En estas líneas, Forster quería satirizar toda esa larga tradición crítica de origen decimonónico que enjuicia a la obra literaria en virtud de los factores más o menos importantes -el medio, la sociedad, los sucesos históricos, los factores económicos, la lucha de clases- pero que, en definitiva, y a pesar de toda la influencia que quiera reconocérseles, son extrínsecos a la obra propiamente dicha. En este sentido -y sólo en éste- puede tacharse de pseudo erudita a la obra de Antonio Curcio Altamar; su mismo minucioso afán investigativo lo lleva a sobrestimar el valor de las clasificaciones, de los apartados, de las corrientes, de las tendencias, en una palabra. Se producen, así, fenómenos tan asombrosos como el del parentesco literario de la mencionada señora doña Soledad Acosta de Samper con Germán Arciniegas, en virtud de que a los dos los sitúa Curcio Altamar bajo el sumario apartado de "la historia novelada". Con el mismo ímpetu clasificador, define a Tomás Carrasquilla por sus relaciones con la "novela realista" o a Isaacs con la "novela poemática"; con lo cual, en resumidas cuentas, venimos a salir al mismo llano.

Pero este defecto puede ser achacable a un explicable propósito metódico o didáctico; lo que resulta definitivamente desconcertante es la falta de unidad en los supuestos críticos, que parecen variar de capítulo a capítulo. En definitiva, no se sabe cuál era la idea del autor sobre la jerarquía artística de la novela. Cuando, al ocuparse de la "novela en el Nuevo Reino" habla Curcio Altamar de que la novela sólo es posible "en tiempos de refinación decadente y sedentaria", parece estar haciendo suyos conceptos de Miguel Antonio Caro que, unos capítulos más adelante, parece combatir "el neoclasicismo del traductor de Virgilio debió imperdirle el reconocimiento de la dignidad de la novela como género literario". Y, posteriormente, y capítulo a capítulo, en cada uno emplea una distinta vara de medir, y califica a la novela histórica o a la novela realista de acuerdo con unos vagos arquetipos correspondientes a cada una de estas clasificaciones. A base de estos sucesivos criterios provisionales, parece que el autor hubiera practicado esa especie de historicismo vulgar que lo resuelve todo al decir que tal o tal libro "estaba muy bien para le época".

Así, y por distintos caminos, Curcio Altamar se encuentra, en el caso de la María, en postura semejante a la de los protagonistas del proceso de la Televisora; María fue condenada porque el acusador, Pedro Gómez Valderrama, se apoyó astuta e inteligentemente, en las apestosas proyecciones de un bajo mito sentimental engendrado por el libro. Curcio Altamar la absuelve en nombre de un mito literario de categoría no muy superior, el de la "novela sentimental". En uno y otro caso, el libro real queda un poco entre la bruma, y María oscila entre la caricatura seráfica y la caricatura sangrienta. Y si la obra de Isaacs se puede mencionar en virtud de esta ocasional circunstancia de actualidad, otro tanto puede decirse de autores menos en candelero, como Rivera, a quien Curcio Altamar elogia -saliéndose un tanto de la retención en el panegírico que caracteriza a la obra- por sus borrosos méritos como precursor de esa otra entelequia que es la novela americanista y terrígena. O como Carrasquilla, para no citar sino a los mayores de nuestras letras, quien aparece apenas como un realista tardío, y a quien, definitivamente, jamás lograremos valorar si insistimos en compararlo con Pereda, olvidados de que su talento -como el de todo escritor importante- reside, no en las afinidades genéricas, sino en las diferencias particulares.

De la lectura de La evolución de la novela en Colombia se desprende una conclusión desconcertante. A pesar de no disponer sino de un puñado de obras novelísticas con cierta dignidad, éstas no han sido lo suficientemente investigadas desde un punto de vista efectivamente crítico. Ese tercer estadio en la vida del libro -el de quien lo lee y lo revive con talante crítico- al que se refiere Dámaso Alonso, falta en el panorama de nuestra literatura, y particularmente, en la novela. Paradójicamente, al concluir esta revisión integral que hace Curcio Altamar, más mal parada que nuestra propia novela queda nuestra crítica, incapaz hasta ahora de echar un poco de claridad sobre esas poquísimas obras que la merecen y la requieren.

La obra de Antonio Curcio Altamar es acreedora, quizás, a una reseña más entusiasta; pero la destemplanza de estas líneas es, seguramente, un buen homenaje a quien practicó -con gesto insólito en nuestra literatura- mucho más el rigor que la complacencia.

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